*Chiyono era una mujer bella.
Aunque en su interior atesoraba el amor más puro y hermoso, la mayoría de
los hombres que se acercaron a su vida buscaban disfrutar del deseo que les
despertaba la perfección de su cuerpo.
Y Chiyono descubrió que no había hombre que pudiera corresponder a su amor;
que el único amante que podía ver lo que los ojos velaban era el amor
divino. Y vagó de monasterio en monasterio, y en todos recibió la misma
negativa. Su belleza sólo podría alterar la tranquilidad de los monjes, y
hasta era posible que consiguiera con su sola presencia que más de uno
abandonara la austeridad y el silencio.
Chiyono, cansada de ser valorada sólo por su aspecto, deformó su cuerpo
sometiéndolo a dolorosas quemaduras. Su rostro, de piel aterciopelada y
blanco perla, era ahora carne viva y purulenta. Tras recuperarse de sus
heridas, decidió volver a visitar los monasterios que antes le habían
cerrado sus puertas.
Al ver su aspecto y conocer el porqué de su estado, los monjes aceptaron
respetuosamente su presencia y valoraron su deseo de volcar su vida al
despertar divino.
Cuando pudo por fin dedicarse a lo que quería, estuvo años -década tras
década- realizando las mismas rutinas, pacientemente, intentando mantenerse
alerta a las indicaciones de los maestros y a sus propias experiencias. Su
vida era bien sencilla; pero había aprendido que no eran las actividades en
sí las que daban plenitud y sentido a la vida, sino la actitud con que éstas
se realizaban.
De sus maestros había aprendido también a observarse al caminar… al fregar
el suelo… al preparar la comida… al meditar sentada frente a un muro carente
de objetos… Observaba su aburrimiento, su tristeza, su ira, su sueño… y
sabía que en la realidad iluminada nada de esto era de ella… Si se aburría,
se decía: "el aburrimiento está pasando por mí"… Si reaccionaba con ira, no
la reprimía ni justificaba; se observaba y se decía: "la ira está pasando
por mí".
Y así estuvo años y más años, intentando ir más allá de la aparente
repetición de la rutina, para descubrir la cualidad de frescura y
espontaneidad que tenía, no lo acción en sí (fuera o no fuera nueva), sino
la vivencia constante en el eterno presente.
Una noche, realizando una de las tareas propias de su rutina, fue a buscar
agua a un pozo cercano. Tras llenar el destartalado cubo, se dispuso a
llevarlo con calma y cuidado para no perder parte de su preciado contenido
durante el camino. La noche, de nubes y claros, estaba tenuemente iluminaba
por el resplandor de una hermosa luna llena. Chiyono alternaba su vista en
el suelo, la Luna y el reflejo oscilante de ésta en el agua del balde.
De repente, mientras observaba el reflejo de la luna en el agua, tropezó,
cediendo las asas y rompiéndose al impactar contra el suelo.
Durante unos instantes, la monja Chiyono permaneció inmóvil, observando los
restos del cubo y cómo el agua se filtraba poco a poco en las porosidades
del suelo… Luego, miró directamente a la luna… Y en ese sencillo percance,
tras años de esfuerzo, paciencia y tenacidad, Chiyono se iluminó.
Rememorando lo que sintió en ese instante, escribió:
De un modo y otro traté de mantener el cubo íntegro, esperando que el débil
bambú nunca se rompiera. De repente, el fondo se cayó. No más agua; no más
reflejo de la luna en el agua: vaciedad en mi mano.*
**
Publicado por JAVIER AKERMAN
Aunque en su interior atesoraba el amor más puro y hermoso, la mayoría de
los hombres que se acercaron a su vida buscaban disfrutar del deseo que les
despertaba la perfección de su cuerpo.
Y Chiyono descubrió que no había hombre que pudiera corresponder a su amor;
que el único amante que podía ver lo que los ojos velaban era el amor
divino. Y vagó de monasterio en monasterio, y en todos recibió la misma
negativa. Su belleza sólo podría alterar la tranquilidad de los monjes, y
hasta era posible que consiguiera con su sola presencia que más de uno
abandonara la austeridad y el silencio.
Chiyono, cansada de ser valorada sólo por su aspecto, deformó su cuerpo
sometiéndolo a dolorosas quemaduras. Su rostro, de piel aterciopelada y
blanco perla, era ahora carne viva y purulenta. Tras recuperarse de sus
heridas, decidió volver a visitar los monasterios que antes le habían
cerrado sus puertas.
Al ver su aspecto y conocer el porqué de su estado, los monjes aceptaron
respetuosamente su presencia y valoraron su deseo de volcar su vida al
despertar divino.
Cuando pudo por fin dedicarse a lo que quería, estuvo años -década tras
década- realizando las mismas rutinas, pacientemente, intentando mantenerse
alerta a las indicaciones de los maestros y a sus propias experiencias. Su
vida era bien sencilla; pero había aprendido que no eran las actividades en
sí las que daban plenitud y sentido a la vida, sino la actitud con que éstas
se realizaban.
De sus maestros había aprendido también a observarse al caminar… al fregar
el suelo… al preparar la comida… al meditar sentada frente a un muro carente
de objetos… Observaba su aburrimiento, su tristeza, su ira, su sueño… y
sabía que en la realidad iluminada nada de esto era de ella… Si se aburría,
se decía: "el aburrimiento está pasando por mí"… Si reaccionaba con ira, no
la reprimía ni justificaba; se observaba y se decía: "la ira está pasando
por mí".
Y así estuvo años y más años, intentando ir más allá de la aparente
repetición de la rutina, para descubrir la cualidad de frescura y
espontaneidad que tenía, no lo acción en sí (fuera o no fuera nueva), sino
la vivencia constante en el eterno presente.
Una noche, realizando una de las tareas propias de su rutina, fue a buscar
agua a un pozo cercano. Tras llenar el destartalado cubo, se dispuso a
llevarlo con calma y cuidado para no perder parte de su preciado contenido
durante el camino. La noche, de nubes y claros, estaba tenuemente iluminaba
por el resplandor de una hermosa luna llena. Chiyono alternaba su vista en
el suelo, la Luna y el reflejo oscilante de ésta en el agua del balde.
De repente, mientras observaba el reflejo de la luna en el agua, tropezó,
cediendo las asas y rompiéndose al impactar contra el suelo.
Durante unos instantes, la monja Chiyono permaneció inmóvil, observando los
restos del cubo y cómo el agua se filtraba poco a poco en las porosidades
del suelo… Luego, miró directamente a la luna… Y en ese sencillo percance,
tras años de esfuerzo, paciencia y tenacidad, Chiyono se iluminó.
Rememorando lo que sintió en ese instante, escribió:
De un modo y otro traté de mantener el cubo íntegro, esperando que el débil
bambú nunca se rompiera. De repente, el fondo se cayó. No más agua; no más
reflejo de la luna en el agua: vaciedad en mi mano.*
**
Publicado por JAVIER AKERMAN
No hay comentarios:
Publicar un comentario