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sábado, 29 de marzo de 2008

El Banquito de Dios....

Este relato trata de un difunto que va camino al cielo, alli esperaba
encontrarse con Dios para el juicio. En la conciencia a más de llevar
muchas cosas negras, tenía muy pocas positivas que hacer valer.
Buscaba ansiosamente aquellos recuerdos de buenas acciones que
hubiera hecho en sus largos años de usurero.

Había encontrado en los bolsillos del alma unos pocos recibos `Que
Dios se lo pague', medio arrugados y amarillentos por lo viejos.
Fuera de eso, bien poco más. Pertenecía a los ladrones de levita y
galera.

Se acercó despacio a la entrada principal y se extrañó mucho al ver
que allí no había que hacer fila. O bien no había demasiados clientes
o quizá los trámites se realizaban sin complicaciones. Quedó
realmente desconcertado cuando se percató no sólo de que no se hacía
fila sino que las puertas estaban abiertas de par en par, y además no
había nadie para vigilarlas. Golpeó las manos y gritó el Ave María
Purísima. Pero nadie le respondió. Miró hacia adentro, y quedó
maravillado de la cantidad de cosas lindas que se distinguían. Pero
no vio a nadie, i ángel, ni santo, ni nada que se le pareciera. Se
animó un poco más y la curiosidad lo llevó a cruzar el umbral de las
puertas celestiales. Y nada. Se encontró perfectamente dentro del
paraíso sin que nadie se lo impidiera.}

-Caramba 'se dijo'• parece que aquí deben ser todos gente muy
honrada! Mira que dejar todo abierto y sin guardia que vigile!

Poco a poco fue perdiendo el miedo, y fascinado por lo que veía se
fue adentrando por los patios de la Gloria. Realmente una preciosura.
Era para pasarse allí una eternidad mirando, porque a cada momento
uno descubría realidades asombrosas y bellas. De patio en patio, de
jardín en jardín y de sala en sala se fue internando en las mansiones
celestiales, hasta que desembocó en lo que tendría que ser la oficina
de Dios. Por supuesto, estaba abierta también ella de par en par.
Titubeó un poquito antes de entrar. Pero en el cielo todo termina por
inspirar confianza. Así que penetró en la sala ocupada en su centro
por el escritorio de Dios. Y sobre el escritorio estaban sus anteojos.

El alma no pudo resistir la tentación de echar una miradita hacia la
tierra con los anteojos. Y fue ponérselos y caer en éxtasis. Que
maravilla! Se veía todo clarito y patente. Con esos anteojos se
lograba ver la realidad profunda de todo y de todos sin la menor
dificultad. Pudo mirar profundo de las intenciones de los políticos,
las auténticas razones de los economistas, las tentaciones de los
hombres de Iglesia y los sufrimientos de las dos terceras partes de
la humanidad.

Entonces se le ocurrió una idea. Trataría de ubicar a su socio de la
financiera para observarlo desde esta situación privilegiada. No le
resultó difícil conseguirlo. Pero lo agarró en un mal momento. En ese
preciso instante su colega esta estafando a una pobre mujer viuda
mediante un crédito impagable que terminaría de hundirla en la
miseria. Y al ver con meridiana claridad lo que su socio estaba por
realizar, se llenó de un profundo deseo de justicia. Nunca le había
pasado en la tierra. Pero, claro, ahora estaba en el cielo.

Fue tan ardiente este deseo de hacer justicia, que sin pensar en otra
cosa, buscó a tientas debajo de la mesa el banquito de Dios, y
revoleándolo por sobre su cabeza lo lanzó a la tierra con una
tremenda puntería. Con semejante teleobjetivo el tiro fue certero. El
banquito le pegó un formidable golpe a su socio, tumbándolo allí
mismo.

En ese momento Dios que retornaba a su despacho. Dios no estaba
irritado, gozaba de muy buen humor, como siempre y simplemente le
preguntó qué estaba haciendo.

La pobre alma trató de explicar balbuceando que había entrado a la
gloria, porque estando la puerta abierta nadie la había respondido y
él quería pedir permiso, pero no sabía a quién.

-No, no 'le dijo Dios'• no te pregunto eso. Todo está muy bien. Lo
que te pregunto es lo que hiciste con mi banquito donde apoyo los
pies.

Reconfortado por la misericordiosa manera de ser de Dios, el pobre
tipo se animó y le contó que había entrado en su despacho, había
visto el escritorio y encima los anteojos y que no había resistido la
tentación de colocárselos para echarle una mirada al mundo. Que le
pedía perdón por el atrevimiento.

-No, no 'volvió a decirle Dios'• Todo eso está muy bien. No hay nada
que perdonar. Mi deseo profundo es que todos los hombres fueran
capaces de mirar el mundo como yo lo veo. En eso no hay pecado. Pero
hiciste algo más. Qué pasó con mi banquito donde apoyo los pies?

Ahora sí el ánima bendita se encontró animada del todo. Le contó a
Dios en forma apasionada que había estado observando a su socio
justamente cuando cometía una tremenda injusticia y que le había
subido al alma un gran deseo de justicia, y que sin pensar en nada
había manoteado el banquito y se lo había arrojado.

-Ah, no! 'le dijo Dios'. Ahí sí te equivocaste. Imagínate que si cada
vez que yo viera una injusticia en la tierra me decidiera a tirarles
un banquito, no alcanzarían los carpinteros de todo el universo para
abastecerme de proyectiles. No mi hijo. No. Hay que tener mucho
cuidado con ponerse mis anteojos, si no se está bien seguro de tener
también mi corazón.

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