En su primer día de clase, a comienzo del año lectivo, la profesora Teresa se paró ante los alumnos de quinto grado, del primer ciclo.
Les dijo que los recibía con alegría y que todos le agradaban por igual, sin distinción.
Simples palabras, principalmente por el hecho de que en la primera fila estaba sentado un muchacho mal encarado y serio.
Enseguida observó que Ricardo no se llevaba bien con sus compañeros y que, casi siempre, sus ropas estaban sucias y olían mal.
En ciertas ocasiones llegó a sentir placer en darle notas rojas al corregir sus pruebas y trabajos, con lo que pretendía castigar su desgano y afirmar su autoridad.
* * *
A los profesores se les aconsejaba leer la ficha escolar de los alumnos, para tener conocimiento de sus progresos y de su comportamiento en los años anteriores.
Teresa dejó la de Ricardo en su escritorio.
Pasaron varias semanas antes de que se dispusiese a apreciar las anotaciones de sus colegas. Y leyó:
Primer año:
Ricardo es un niño brillante y simpático. Sus trabajos están en orden y son bien hechos. Tiene buenos modales. Es agradable estar cerca de él. Habla con cariño de su madre.
Segundo año:
Ricardo es un excelente alumno, muy querido por sus compañeros, pero anda preocupado por su madre, gravemente enferma. La vida en su hogar debe estar complicada.
Tercer año:
La muerte de su madre fue un duro golpe para Ricardo. Él trata de hacer lo mejor que puede, pero anda desorientado, sin apoyo del padre. Su vida se perjudicará si nadie toma medidas para ayudarlo.
Cuarto año:
Ricardo anda distraído y no se empeña en los estudios. Tiene pocos amigos y, generalmente, se duerme en la sala de clases, revelando total desinterés.
Era notorio que el muchacho estaba cayendo en la adversidad, sin que nadie le extendiese una misericordiosa tabla de salvación.
Teresa se dio cuenta del problema.
Quedó terriblemente avergonzada. Se sintió peor aún cuando recordó los regalos de Navidad que los alumnos le habían ofrecido, envueltos en papeles de brillantes colores. El de Ricardo, desentonaba, en rústica bolsa marrón de panadería.
Lo había abierto sin entusiasmo, mientras los demás alumnos se reían al ver el contenido: una pulsera de bisutería, a la que le faltaban algunas piedras, y un frasco de perfume medio vacío.
Para disimular la situación, le había dicho, sin convicción, que el regalo era maravilloso. Colocó el adorno en el brazo y un poco de la esencia perfumada en la mano.
Aquel día Ricardo estuvo más atento e interesado que de costumbre. Se recordó que el niño, tímidamente, le había dicho que al usar aquel perfume se acordaba de su madre, que también lo había usado.
Esos recuerdos vinieron muy fuertes a su mente, como reclamos de su conciencia, mientras leía la reveladora ficha escolar.
A solas, en la sala de clases, lloró largamente, lágrimas silenciosas y doloridas.
* * *
Después de eso, Teresa decidió que cambiaría su manera de enseñar. Pasó a dar más atención a los alumnos, especialmente a Ricardo. Conversaba con él, le confiaba pequeñas tareas en la preparación de las clases, elogiaba sus aciertos, corregía, paciente, sus errores.
Entonces, ocurrió algo sorprendente.
¡El niño comenzó a incentivarse mostrando su talento! ¡Mejoró en el comportamiento, en la concentración y en las notas...!
En cuanto más atención y amistad le ofrecía, valorando sus conquistas, más se animaba el muchacho.
¡Al terminar el año escolar, Ricardo recibió el certificado como el mejor alumno de la clase! Expresando su gratitud, escribió una carta diciendo que ella había sido la mejor profesora que había tenido en su vida.
Las noticias llegaban siempre, resaltando sus progresos en los estudios. Años después, Ricardo informaba, en cariñosa misiva, que había concluido la secundaria. Había tenido excelentes profesores. Pero ella continuaba siendo la mejor, alguien que le recordaba los cuidados de su propia madre.
Se sucedieron las cartas durante años, hasta que, cierto día, ella recibió invitación para un acto solemne en la Facultad de Medicina.
Venia firmado por el graduando Ricardo Stoddard.
Sí, era su antiguo alumno que la invitaba para su graduación como médico.
Teresa asistió, usando la pulsera y también el perfume que él le había regalado.
Cuando se encontraron, él la abrazó con fuerza, emocionado.
-Usted continúa recordándome a mi mamá. Gracias por creer en mí, dándome confianza. Usted me hizo crecer. Hoy le debo todo lo que soy.
Pero, Teresa, con los ojos llorosos, respondió:
-Usted se equivoca Ricardo. Fue usted quien me enseñó que yo podía hacer la diferencia. Yo no sabía enseñar, hasta que lo conocí. ¡Usted me ayudó a comprender que más que enseñar a leer, escribir, explicar matemáticas y otras materias, es preciso oír el clamor de las almas!
* * *
Lo que la profesora Teresa aprendió no es novedad.
Jesús, maestro por excelencia, así 1o hizo desde su llegada al planeta.
Pudiendo nacer rey todopoderoso, prefirió el anonimato, hijo de humildes galileos, en la más oscura provincia de Roma, demostrando que es en la convivencia con la multitud de afligidos y sufridores que nos capacitarnos a oír el clamor de las almas.
Richard Simonetti
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