Se considera que el hombre vive en promedio unos 77 años. Es como si viviéramos un tiempo prestado y un reloj de arena invisible midiera los días dejando caer los granitos. ¿Cuántos días nos quedan? Cada vez nos queda menos tiempo. Estamos seguros de que vamos a morir; lo que no sabemos es cuándo ni cómo. Nuestra respiración nos une a la vida. Un día, después de haber inhalado varias veces, exhalaremos por última vez y ése será el fin de esta vida. Toda vida tiene un plazo. Todo momento –sobre todo éste– cuenta.
La impermanencia quizá sea la principal característica de la
existencia humana. En nuestra vida diaria, los buenos y los malos momentos
vienen y van. Los niños crecen y los adultos envejecen. La vida se perpetúa en
infinitos ciclos. Todo tiene un comienzo, un centro y un final, cada comienzo
contiene su propio fin y cada fin encierra la promesa de un nuevo comienzo.
Nada permanece tal como es ahora: el presente no vuelve. Parte del arte de
vivir es poder comenzar bien cada momento, centrar la atención, soltarse
gentilmente y, luego, despedirse dándole a cada instante sus propias
cualidades.
Un día que no concluyó adecuadamente proyectará los
elementos no procesados al día siguiente. Quizá sea algo que descuidamos o
pasamos por alto, o un sentimiento que no hemos podido sentir; cualquiera sea
su forma, los elementos del día no resueltos nos acompañan como un equipaje
molesto. La frustración de hoy obedece a causas que ocurrieron en el pasado; si
tampoco cuestionamos nuestro desengaño, éste se convierte en otro resto de
experiencia antigua que va apilándose como basura en una esquina.
Si experimentamos la transición de un día al otro con
conciencia, podemos ingresar en el futuro con una mente más liviana y abierta.
Al finalizar el día o una fase, podemos pasar revista a todo: recuerdos
intensos, logros, arrepentimiento y remordimiento. Aceptamos lo ocurrido y,
luego, lo dejamos ir. Así, la transición al día siguiente es más fácil. Ya no
cargamos con el peso de relaciones tirantes o penosos recuerdos de nuestras
acciones desconsideradas. Nada pesa sobre nuestra conciencia; los pensamientos
culposos o la pena de sí no nos consumen. Hasta la muerte se convierte en algo
para celebrar, como un nacimiento, una vida valiosa que concluye y el comienzo
de algo nuevo.
Impermanencia no es un simple concepto, sino una experiencia
vital. Con la práctica, mente y corazón se familiarizan con la impermanencia, y
nos movemos con el cambio en lugar de resistirlo. Hay un método para ser
conscientes del paso del tiempo: se trata de focalizar la conciencia en el ciclo
de la respiración, centrándonos en cada inspiración y exhalación de manera
neutra. A medida que nos acoplamos al ritmo de la respiración, la cualidad
siempre cambiante del tiempo se vuelve inseparable de la conciencia. La
apreciación por el flujo constante del tiempo pasa a ser algo natural en
nuestra vida cotidiana. Consustanciados con el flujo, nos sentimos cómodos con
el cambio. La impermanencia ya no es más un obstáculo o una amenaza, sino la
puerta hacia el cambio positivo.
Extraido de "Vivir sin arrepentimiento". La experiencia humana a la luz del budismo tibetano (ed. Norma).